Una
vez más Julia Navarro nos presenta una monumental obra a la que hay
que enfrentarse sin urgencias porque de siempre se ha dicho “que
las prisas no son buenas”. No es la primera vez que la
autora de la “Sangre de los inocentes” elige un
tema histórico para desarrollar un argumento, plagado de historias
humanas con personajes inolvidables que mezclan sus vidas a lo largo
de casi mil páginas de relato.
Tras
leer esta nada despreciable cifra de hojas, es difícil hacer una
reseña breve, salvo que te quedes con lo imprescindible de la obra y
dejes en segundo plano aspectos menos relevantes.
Cronológicamente
abarca desde finales del siglo XIX hasta 1948 para el groso del
argumento, pero en realidad llega hasta la actualidad, momento en el
que una cooperante propalestina de una ONG, visita a un miembro
emérito de una familia judía para conocer la visión personal de
este acerca del histórico e irresoluble conflicto árabe-israelí.
En
dicho escenario histórico Julia, tirando de sus dotes de narradora,
presenta dos sagas familiares, los Zucker y los Ziad; judíos y
árabes ocupando una tierra común, Palestina; para ello se remonta a
la emigración de los judíos de la Rusia zarista y su llegada a una
tierra donde aún era posible la convivencia de culturas al margen de
la religión que profesaran unos y otros.
Dividida
en capítulos, la novela cuenta con cambios de ritmo bastante
acusados. Un inicio ágil que engancha pero que se ralentiza a medida
que se avanza en la lectura y que alcanza momentos tediosos y
previsibles hacia la mitad, donde la ausencia de acontecimientos
llega a plantearse el abandono de la novela o como en mi caso, saltar
páginas en busca de acción y huyendo de frases repetitivas y
comentarios recurrentes leídos en párrafos anteriores.
Una
vez más creo que con doscientas o incluso trescientas páginas
menos, el lector llega a tener una visión general y bastante
acertada de lo acontecido en el siglo XX, el más convulso de toda
la historia de la humanidad.
Respecto
al esquema, la trama argumental, la estructura, la profusión de
personajes, la habilidad para hilvanar y alternar historias, la
extensión, documentación, prosa, estilo... todo resulta familiar
para los que hemos leído otras novelas de esta autora, en especial
tiene grandes similitudes con “Dime quien soy” y en
ambas como sello de identidad de la escritora el repertorio de
personajes, sus viajes al pasado y regresos al presente y el
contenido de todas y cada una de las historias personales de
semejante mosaico de actores, acaban obligándonos a realizar un
ejercicio de memoria digno de aplaudir.
Aún
así, es agradable pasearse de la mano de Julia Navarro por ciudades
como París, Stalingrado, Toledo y por supuesto Jerusalén; recorrer
la Historia de “los grandes pesos pesados” como el
zarismo, el colonialismo, el devenir del imperio turco, el polvorín
de los Balcanes, el Nazismo y los efectos de la posguerra mundial en
donde residen muchas de las causas del mal de esta “tierra
olvidada por Dios”.
Quiero
lanzar un guiño en favor de la novela en lo que respecta al abanico
de personajes, es cierto que resulta abrumador el hecho de ir sumando
nombres a medida que se cuentan hechos o situaciones, pero todos y
cada uno de ellos representan valores que engrandecen la “historia
de amistad” que a mi juicio representa el telón de fondo
del argumento; la lealtad religiosa, los compromisos de vida, la
defensa de mentalidades, costumbres y raíces, los recursos para
afrontar los sufrimientos, adversidades y desafíos humanos... todo,
desplaza el pulso entre las dos versiones del enfrentamiento hasta
convertirlo en secundario. Yo he disfrutado con ella y he intentado
quedarme con la cara más humana del conflicto.
Con
un título lapidario y estremecedor, esta “novela de
personas” nos
regala
un final imprevisible y bien recibido que compensa aquellos aspectos
más insufribles de la misma. Mi recomendación es sin duda leerla,
relativizando la extensión y algunos detalles “pasables”,
no decepciona y contribuye a no posicionarnos y reflexionar acerca
del interminable choque entre los colosos árabes e israelíes en la
zona más religiosa del planeta: Palestina.
“A
veces el mal está en los ojos del que mira y no en lo que ve”.
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