He
de confesar que soy una admiradora de todo lo relacionado con la
cultura milenaria y ancestral del país del “Sol Naciente”.
Es uno de mis grandes sueños poder viajar a esa isla alargada y
original que constituye el paradigma del sudeste asiático. Ante la
dificultad de cumplir semejante sueños por diferentes y variadas
razones, voy conformándome con la lectura de libros que me permiten
aproximarme a una de las civilizaciones más admirables del planeta.
Tras
leer al peculiar escritor Murakami, del que he aprendido bastante con
sus “extraños” cuentos, en esta ocasión he
descubierto de la mano de Andrés Pascual, una historia de
sentimientos gracias a un poema japonés que recibe el nombre de
“Haiku”,composición de diecisiete sílabas, muy
breve en el que destaca la admiración por la naturaleza de aquel
que la escribe y la contempla; por supuesto es un género poético de
la literatura japonesa y sinceramente nunca había oído hablar de
él.
Partiendo
del haiku y otorgándole un protagonismo a la altura del resto de los
personajes; el autor narra una historia que abarca la nada
despreciable cifra de setenta años. Dicho espacio de tiempo ofrece
cobertura a dos historias paralelas, distantes en el tiempo y con
diferente impacto en la obra.
Japón,
tuvo que hacer frente a uno de los episodios más crueles de su
historia, el nueve de agosto de mil novecientos cuarenta y cinco, las
ciudades de Hiroshima y Nagashaki sufrieron el impacto de las bombas
atómicas por parte del ejército americano y dentro del trasfondo
bélico que marcaba los últimos momentos de la Segunda Guerra
Mundial. En ese escenario y ajenos a toda maldad, dos adolescentes
ven perturbada una cita de enamorados para leer un “haiku”
que sellaría su amor eterno. Nunca se llegó al esperado
encuentro y sus vidas quedarían marcadas para siempre.
Trasladados
al año dos mil diez, el panorama es muy diferente, el mundo se mueve
alrededor de la energía atómica manejado por sus defensores con
intereses desmedidos y enfrentados a sus detractores con criticas a
las centrales nucleares y los peligros que están ocasionan al margen
del desarrollo de las civilizaciones.
En
estos dos escenarios, dos parejas, dos historias, dos destinos y un
único motor de la trama; el poema, que permite desarrollar un
argumento en el que la intencionalidad básica es proporcionarnos
instrumentos emocionales, para superar las desgracias y los avatares
que irremediablemente han de integrarse en nuestras vidas.
Prosa
muy sencilla en la que se recrea las costumbres, ritos, valores y
espiritualidad del pueblo nipón, es sin duda una elegante manera de
introducirnos en la cultura oriental.
Narrada
en tercera persona, de ritmo ágil, dividida en capítulos alternos
que nos llevan del pasado al presente, marcando la historia antigua
una diferencia de potencial narrativo con respecto a la época
actual. No es cargante en las descripciones y evita generosamente los
detalles morbosos entorno a los desastres de aquella terrible
decisión de la humanidad.
Sin
duda dos temas presiden lo que parece un sencillo libro apto para
todos los públicos; el debate nuclear y la capacidad de los
japoneses para renacer de sus cenizas tantas veces como el destino lo
exija.
No
quiero que se me olvide la alusión a un precioso cuento de la
literatura japonesa, “Las grullas de papel”, son
esas historias que sólo pueden inventar los orientales y que no
dejan de asombrarnos por su dulzura y originalidad.
Destacar
que el final es sorprendente e inesperado, bastante ajustado a la
realidad y eso en el fondo aunque resulte cruel, se agradece.
Curiosamente fue escrito antes de la última catástrofe nuclear
vivida en Japón, al parecer Andrés se adelantó a lo inevitable y
con el tiempo se ha demostrado que con “haikus” o
sin ellos los nipones son un ejemplo de superación, ante los que
plegamos rodillas y admitimos que son “dignos de admirar”.
“Si
quieres saber lo que serás en el futuro, mira a ver lo que estás
haciendo en tú presente”.
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